Las
fronteras entre países, además de ser sagradas y no ser caprichosas,
preservan seguridad y salud ante delincuentes y enfermedades – Alfonso Campuzano
Ningún país europeo ha
planteado con seriedad luchar contra el tráfico ilegal de cargamentos humanos,
cuyo comportamiento es muy parecido al que se ejerce cuando se trata de droga o
de tabaco; si bien, poco a poco, algunos gobiernos, aunque melindrosamente, se
van haciendo a la idea que la burbuja migratoria debe atajarse in situ, invirtiendo en las naciones que
no tienen recursos y, sobre todo luchando contra los que están haciendo caja, es
decir, los traficantes.
Los flujos migratorios existen gracias al acuerdo entre mafias, que fijan
los precios según la época del año, la nacionalidad, el tipo de embarcación, etcétera,
porque se paga por todo, nada resulta gratis para traspasar fronteras, sobre
todo las europeas que, quiérase o no, se han agrietado apresuradamente.
Desde siempre, las fronteras entre países nunca han
sido caprichosas, sino más bien sagradas, pues han estado, y están, para custodiar
y defender a sus ciudadanos de peligros, impidiendo la aceptación de
malhechores, así como enfermedades de todo
tipo y condición, tanto graves como letales, que puedan desencadenar una epidemia o una pandemia, según leyes muy
diversas, tal que el quebrantador puede ser acusado de
espionaje; condenado a cadena perpetua; desaparecido real; detenido indefinidamente;
disparado; penado con cárcel o con trabajos forzados, sin posibilidad de
recurrir.
Sin embargo, si se franquea ilegalmente la frontera española se consigue: certificado de empadronamiento; colegio gratuito para
cada hijo; derecho a enarbolar la bandera de su país en manifestaciones de
protesta; derecho a delinquir reiteradamente sin que le encarcelen ni le
expulsen; derecho a utilizar los símbolos y normas de su religión, mientras
ataca a los utilizados por a la mayoría de los oriundos; protección de políticos,
instituciones y medios de comunicación, incluso más que los nativos; tarjeta
de la Seguridad Social; trabajo y, en su caso, subsidio de paro; y, en
determinados casos, derecho a votar.
La inmigración no se soluciona
con acogidas, que no van seguidas de integración, sino con ayuda e inversión en
su propio territorio. Asaltando fronteras soberanas no se solucionan problemas, sino que, desde
la ilegalidad que acompaña al asaltante sin papeles en regla, se acrecientan. Por tanto,
cualquier país que abra sus fronteras internacionales, siguiendo las
directrices del pelelismo políticamente correcto, se puede considerar
aniquilado.
Como humanos, y dado el incremento anual de inmigrantes irregulares, casi
delincuentes, cada vez que invaden una frontera soberana, deberíamos sentirnos
alegres, pero como sociedad, debemos estar tristes al prever cómo su
presencia, sin ninguna garantía de seguridad ni de salud, puede desembocar
en una catástrofe sanitaria, tanto para el bienestar como para la civilización
y su cultura, que puede retroceder hasta desaparecer.
¿Que ha cambiado para que las fronteras soberanas no
exijan la seguridad y la sanidad mínimas que defienda a los ciudadanos
autóctonos de delincuentes y de enfermedades?
Entre el Estado acogedor y el inmigrante/refugiado
acogido debe existir una generosidad recíproca, primando el ofrecimiento, por encima de todo, de su
reasentamiento en zonas rurales despobladas donde puedan desarrollar un
trabajo, y no engancharse a la dependencia de la subvención que le otorga la
sociedad que lo admite.
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