Retrospectivamente se observa cómo la Constitución votada en 1978 continúa sin haber sido desarrollada por desidia política, pero soplan vientos de destrucción – Alfonso Campuzano
El vocablo escaqueo –desinteresado en analizar si es el más adecuado–, sorprende al definir la apatía de los principales partidos políticos que han dirigido lo que, en su día, se llamó Transición desde el Directorio Militar a la Partitocracia actual.
Tal pasividad estuvo repleta de amoralidad en sentido exponencial a medida que pasaban los años, y que aún continúa, sin pretender el bien común, sino la colocación alternativa de todos aquellos personajes afines que pudieran transformar el voto en una continuidad indefinida en el poder.
La cultura del bien común no ha cuajado en las mentes españolas, aunque sí en los países del entorno, donde los políticos ven a sus votantes, no como esclavos a su servicio, sino como personas que les pagan por los servicios que prestan para que el Estado mejore hacia el bienestar.
La situación española es tan egoísta que ha permitido, y permite aún, el olvido de cohechos, crímenes, prevaricaciones, traiciones, desfalcos –pagados por los contribuyentes con sus impuestos–, donde la Administración de Justicia ha funcionado a dos velocidades, lo que supone corruptelas de mayor o menor grado: una para los políticos en exclusiva –debido a su incomprensible y antinatural aforamiento–, que finaliza en impunidad, y otra para los ciudadanos, que continúan con las anteojeras colectivas de sedación, incluso de anestesia.
El beneficio resultante ha derivado hacia personajes que promulgan leyes, para quienes se autosuben sueldos y prebendas escaqueando a la Hacienda Pública y a la Tesorería de la Seguridad Social la casi totalidad de lo percibido mensualmente, pensando que el dinero no es de nadie, sino de los que, como ellos, lo manejan a su capricho.
La hipocresía política ha llegado a tal extremo que, por comodidad y desidia, se mantiene admitiendo lo anormal, incluso lo subnormal, como si fuera normal, y a vivir aposentado en lo conquistado.
Una administración central que, tras cuarenta años, se ha dividido, con más o menos transferencias regionales altamente generosas –superiores a las europeas–, en diecisiete grillos con título de propiedad del partido político de alterne, lo que ha dado lugar a dieciocho leyes, publicadas tanto por el ministerio correspondiente como por un sinnúmero de consejerías, lo cual dice y hace que, a causa de la multiburocracia territorial, sea imposible conseguir la unanimidad de criterio, de manera que, gracias a esta diversidad lo que se ha visto es el enriquecimiento de los políticos y empresas públicas afines en busca de enjuagues y picardías que no hay forma ni manera de rectificar.
Este perfil de marrullería, en grado sumo, es inconcebible en democracias europeas, sobre todo en países nórdicos, quienes tienen bien sujetos, y atados muy cortos, a sus representantes políticos para que no se desvíen hacia el duro pelelismo que los españoles tan bien conocen.
Entretanto, el gobierno de cohabitación socialcomunista de Pedro y Pablo –dos músicas, dos letras, desafinando ambas–, va inclinando su balanza hacia un Estado totalitario para cumplir la promesa del asalto a los cielos, dejando de lado el desarrollo de la Constitución de 1978 porque les estorba.
En España con dos diputados por provincia, es decir, 100 en la Cámara Baja o Congreso, y un senador por provincia, es decir, 50 en la cámara Alta o Senado, serían mucho más que suficientes. Y en las CCAA, como mucho, diez por cada una de las diecisiete –sobran tres–, es decir, un total de 170. En el Europarlamento sería idóneo un eurodiputado por provincia, además de ampliar el teletrabajo que evite desplazamientos superfluos y carísimos para el bolsillo de los contribuyentes.
Todo ello acompañado de recortes y rebajas de sueldos, dietas, especies, prebendas, vicios escatológicos, coches oficiales, empadronamientos a la carta de políticos que acompañen a los que bregan en galeras para su beneficio.
Una mención aparte son los miles de asesores –pagados también por los contribuyentes–, que deben ser reducidos a la mínima expresión potencial, ya que, si son tan necesarios significa que los políticos dominan poco y, si dominan poco, es mejor que no se presenten ni representen, porque no valen lo que exigen.
ALFONSO CAMPUZANO
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