Cuando la evidencia hay que recordarla con cierta
asiduidad, ante la pasividad de los poderes públicos, nadie se rasga las
vestiduras porque, como esta actitud parece que no va con ellos, mientras
bordean los límites de la legalidad, significa que el andamio solicitado no
está bien montado y el edificio puede venirse abajo. Quizás estas palabras
puedan sonar algo intolerantes, incluso insolentes; sin embargo, a lo que
conducen es a pensar que aquellos funcionarios competentes en los que descansa
la legalidad vigente cuando tienen que actuar de oficio, eluden sus responsabilidades,
miran hacia otro lado, se encogen de hombros, actúan con una afirmación, según aquello
que le dicte el gobierno, lo cual es un auténtico sarcasmo.
Cataluña que, durante el régimen predemocrático,
antaño región, hogaño autonomía, fue la niña bonita de la inversión española, aunque
lo niegan hipócritamente, una bicoca que duró treinta y seis años, se dice
bien, mientras otras regiones paupérrimas sobrevivían con muchísimo menos, que
no hace falta nombrarlas, porque con un simple vistazo a los libros de la
auténtica Historia, sería suficiente para recordar datos que dan auténtica
vergüenza ajena. Unas regiones obligadas a la fuerza a que sus impuestos
se desviaran para hacer posible el milagro florecido, que llaman catalán, sin
acordarse de ser agradecida ningún momento después. Es más, como defensa
catalana, se inventó, nunca mejor dicho, un eslogan que sirvió, pero sólo hasta
que salieron la luz los tejes y manejes de las cuentas de sus gobernantes,
incluidas las de los paraísos fiscales, y que dio el resultado apetecido: España
nos roba.
Con el cambio de régimen, que lo ha sido solamente
para algunos, los de siempre, los llamados currantes de toda la vida, sus primitivos
incitadores pensaron continuar, y lo consiguieron. Su decisión se basaba en
que, aunque habían variado las circunstancias temporales, con el andamiaje
proyectado, podrían continuar haciendo el mismo chantaje hasta que, por
ejemplo, se descubrieran sus cartas, casi lacrimógenas. Han transcurrido treinta
y ocho años más haciendo creer que, esta autonomía, seguía siendo víctima sin
que ninguna persona responsable, no tenían tiempo material, haya frenado este
saqueo, porque todos los partidos políticos, sin excepción, les ha interesado articular
una alianza con el mismo frente común, mientras el resto de las autonomías
recibían del Estado las migajas.
Pero hete aquí que el penúltimo capítulo de esta Historia
se está escribiendo actualmente desde hace varios años con más ímpetu, echando
más madera al fuego, sin que nadie juicioso se mueva, no llame la atención ni
ejerza la función de respetar y hacer respetar la Constitución española, que
han jurado o prometido al hacerse cargo de su sillón aforado de oro cuando
alguien, no una persona cualquiera, cuyo escándalo sería menor, cuyos huesos darían
en la cárcel, sino todo un presidente autonómico, todo um Molto Honorable cuyas
palabras, según se lee en la prensa diaria, incitan a cometer, por un lado, alta
traición y, por otro, rebeldía contra el Estado español.
Es como si, de pronto, todas y cada una de las
autoridades españolas se hubieran puesto de acuerdo en olvidar que existe un
diccionario de la R.A.E. en el cual se expresa el significado de las palabras
traición y rebeldía, figuras delictivas que sanciona el Código Civil y el
Código de Justicia Militar, favoreciéndoles el hecho que en la época actual haya
variado tanto la escala de valores morales que hasta el hecho de traicionar, el
simple hecho de rebelarse contra el orden establecido, contra lo jurado o contra
lo prometido se considera minusvalorado, una minucia, tanto que el propio Gobierno
no puede, no sabe, no tiene fuerzas suficientes para tomar las medidas legales necesarias
y adecuadas para que no se siga por el camino del engaño hacia la equivocación
sin posible remedio. Razones más que suficientes por las que se debería
suspender, ya que no lo hizo a su debido tiempo, esta autonomía porque es
Cataluña, comenzando por Jorge Pujol y
continuando por Arturo Mas, quién roba a España.
Tras haber analizado la economía de la comunidad
catalana en estos últimos treinta y ocho años, se ve que la conspiración de los
diferentes gestores ha dejado al descubierto que son incompetentes, poco
serios, que gastan más que lo que reciben, que despilfarran dinero a espuertas persiguiendo
una quimera. En política, con mayúsculas, se echa de menos los discursos
inteligentes. Lo habitual es que se hagan discursos populistas, que nada
aportan a la evolución de la inteligencia humana. En cuanto a las encuestas que
manejan los magos de la irrealidad, ¿se ha hecho hincapié en cuántas personas
con respuesta afirmativa tiene estudios universitarios, cuántos estudios
primarios, cuántos son capaces de realizar lectura comprensiva, cuántos
analfabetos funcionales, cuántos constituyen la raíz de la población autonómica
catalana? Sin hablar de los inmigrantes y sus descendientes, acogidos todos
ellos a ayudas sociales in aeternum
para sobrevivir. Y, por supuesto, sin tener en cuenta la pregunta sobre qué
idioma se habla prioritariamente en la calle, no en sus instituciones
autonómicas. Es posible que se los encuestadores se asustarían llevándose las
manos a la cabeza al tener que reconocer que el idioma Cervantes, castellano de
pura cepa, es conocido y reconocido mundialmente, idioma que, por su número de
hispanoparlantes, merece la pena invertir y recoger fritos, sin pérdidas.
Toda declaración de independencia es manifiestamente
eufórica hasta que, con el paso de los días, se transforma en la cruda realidad
de unos daños colaterales imprevistos que amargan la existencia, a ambas partes,
durante varias generaciones. Mal que les pese a ciertos políticos catalanes,
saltándose el articulado de la Carta Magna, no deben olvidar que aún está a
tiempo de ejercer como tal el Gobierno central, está tardando mucho, hasta
ahora en el límite de convertirse en compañero de viaje, hasta ahora indeciso
en la aplicación de la Ley, lo que muestra un desgaste innecesario, un desmerecimiento
institucional y, por último, que el Ejército español, así lo dice la
Constitución en su artículo 8º, aún no ha dicho la última palabra, como garante
de la unidad territorial del reino de España.