Peleles, de clase y condición
genéticas, haberlos, haylos de siempre; sin embargo, la última hornada está
copada por una deformación políticamente correcta – Alfonso Campuzano
Actualmente se vive una época de
la sociedad española en que parece como si la mente se hubiera trastornado,
partiendo de la familia poseedora de una escala de valores cercana al cero,
terminando por ensalzar el buenismo, el bienquedismo y, por
supuesto, el pelelismo de lo políticamente correcto.
El quehacer diario de la
administración que se vive, durante los últimos cuarenta años, se ha
cuestionado, por infructuoso, y hasta nocivo, para la seguridad de los países,
en su deriva hacia políticas pseudohumanitarias basadas en auxilio social, poco
meditado y sin atenerse a la realidad cotidiana; en la defensa de un ambiguo y
popularista concepto del multiculturalismo; en la reordenación de la riqueza;
en criterios imprecisos, que tratan de contentar a todo el mundo, sin tener en
cuenta los casos particulares, o las consecuencias, a largo plazo, de tal o
cual actuación.
Se ha ido comprobando, poco a
poco, que la llamada política de corte buenista de
compensaciones económicas generosas, porque sí, sin más, sin exigir nada a
cambio, nada más que el sesteo; o bien una política basada en una falsa reconciliación como fórmula ideal para evitar conflictos, tanto a nivel interno
como internacional; cuyo final se advierte al estar favoreciendo el desarrollo
de fenómenos sociales muy negativos como, verbi
gratia, el asentamiento de grupos fundamentalistas islámicos, el pegotismo,
la tensión urbana, etcétera.
Todas estas actuaciones buenistas,
desde la otra acera, se traducen como un indicio de flaqueza, que inaugura el
itinerario facilitado adecuadamente para sugerir nuevas e intolerantes
reivindicaciones.
El aumento de la tolerancia
generalizada, mal interpretada, mediante regímenes partitocráticos, en aras del pelelismo
de lo políticamente correcto y del temor, que no real, dentro de la UE, hacia comportamientos problemáticos, como descartar la legislación elemental
del anfitrión, para no lastimar la sensibilidad de una comunidad específica y
hospedada; como el relajamiento en la disciplina,
que afectan a la sociedad, con el objetivo de conseguir una mejor relación, sin
una educación básica familiar; como permitir el camino hacia el
establecimiento, y reconocimiento, sin remedio, por acatamiento, autorización,
cesión, sometimiento, a múltiples dictaduras minoritarias intolerantes,
incluida la religiosa, y sin contemplar siquiera la herencia genética
previsible para que salte la alarma.
Los principios conseguidos por la cultura occidental, ante
cualquier política de asilo, son irrenunciables ante cualquier avalancha
multicultural. Si entre las diferentes tendencias del multiculturalismo no
existen valores morales, por no haber sido educados hacia el respeto mutuo,
sobre todo hacia el país que han elegido para desarrollar, no para conquistar,
de nada sirve fomentarlo.
Ante esto lo más habitual es que estas personas, tratadas con el máximo respeto, se ríen de las costumbres de la nación acogedora
manifestando que los oriundos son unos ignorantes. ¿Dónde está su tolerancia? ¿De
qué ignorancia hablan? ¿Dónde están las obligaciones para con quien les da
refugio para poder disponer de unos derechos que piden a gritos? Se debe exigir,
igual que a los oriundos, un do ut des entre derechos y
obligaciones.
La incultura y el miedo, que fomentan los políticos para su
beneficio y para continuar sentados en el poder, acerca la fobia a otras
culturas, y no les interesa preparar a los que reciben como tampoco les exigen
la integración.
Con los miles de millones de humanos que existen en este
planeta azul, las autoridades deberían ponerse serias: las emigraciones económicas, o fruto de las guerras, no pueden ir siempre en la misma dirección occidental,
como lo están haciendo, no se puede tirar mucho de la cuerda, porque acaba
rompiéndose, hay que poblar todo aquello que esté despoblado y, por
supuesto, invertir.