Los políticos españoles están desorientados mentalmente, unos envalentonados tratando de cruzar alambradas espinosas y otros acobardados por vergonzosos — Alfonso Campuzano
Desde un tiempo a esta parte, en vez de gobernar con inteligencia lo que se
hace es gobernar con ocurrencia. Y también vale para las diecisiete fincas. Es
como una normativa surgida desde el asesoramiento inconsciente, que se sigue al
pie de la letra sin tener en cuenta el futuro. Y ningún partido político escapa a ella.
Le sigue una figura psiquiátrica llamada obsesión al mentar, casi a diario,
la posible muerte del bipartidismo, una fórmula que, en principio, pretende
evitar la dictadura de las minorías, tan necesarias como bisagra gubernamental,
aunque terminan por distorsionar la realidad al ser las grandes beneficiadas de
cada Legislatura. Si dos no se ponen de acuerdo, más que para expoliar, con
tres, cuatro o cinco resultaría imposible de contar.
El reino de España vive en un continuo desasosiego institucional generado por el engaño. No es lo que
parece, para esto está la prensa, para expresar aquello que le dejan porque, en
caso contrario, no participa de las subvenciones, y a nadie le amarga un dulce,
sobre todo a los golosos. Un engaño que los políticos, en su momento, deben pagar con el sudor
de su frente. Deben mucho y, de una manera u otra, se debe articular la fórmula
para devolver lo malversado.
En estas elecciones, que se avecinan a pasos agigantados, nada tienen de
particular respecto a las anteriores, pues los partidos que se presentan
continúan sin representar a los contribuyentes, salvo a sus militantes y
simpatizantes, forzosamente mendigan el voto a unos electores que, sobradamente
conocen que en cada consulta, son más corruptos que en la anterior. Al final de
la escapada, como un déjà vu, previo a unos comicios electorales, la propuesta es siempre la misma: Yo (ego) o la
vorágine.
Tras estos años postconstitucionales transcurridos se puede extraer una
conclusión máxima: los políticos aspiran al poder para afanar, casi
legalmente, y sin descanso, salvo casos extremadamente excepcionales. La
impresión, tanto objetiva como subjetiva, es que vivimos un tiempo de la
inutilidad personificada, aunque no para el chalaneo. Y mientras
no se presentan con grilletes, intentan marear la perdiz con certificados bancarios
inmaculados, ¿falsos? Por mucha empresa ejemplarizante que describan, su mochila
política los delata y tienen tanta cara dura y tan poco sentido moral que,
cuando los imputan, gritan: Yo no he
hecho nada. ¿Nada? Hasta ahora, ciertos políticos han pedido disculpa/perdón,
pero se les ha olvidado hacer un
Junqueras. Aún se espera, pues queda muy bien retratado en la pantalla de televisión.
Las intenciones de todo gobernante pueden presumirse buenas, incluso
excelentes, pero son los hechos mismos, en su conjunto, los que terminan
por calificar cualquier acción. Y no saben regenerarse, no quieren o no pueden,
pues con su incapacidad e irresponsabilidad los hace impresentables, pues la pretensión generalizada es claudicar ante los imputados aforados. No
puede existir una regeneración, a cualquier precio y, menos aún, si existe impunidad.
Una vez que son votados los parlamentarlos de cada grupo, sin acordarse
siquiera de su programa político, que nunca jamás aprendieron de memoria, muy posiblemente se
dedicarán a seguir las directrices de los grupos de presión en la sombra, para
los que trabajan; unos grupos que pagan muy bien si se cumple lo que dictan.
Así que el parlamentario inmoral recibe, aparte de un sueldo pagado por el
erario público, dietas, prebendas, etcétera, otro sueldo en black, mensualmente o bien la promesa de
un puesto más interesante quizá con miras puestas en su jubilación política,
que no cronológica. Todo un desconcierto político, plagado de caminos
meandrosos, sin mirar más que al futuro de cuatro en cuatro años indefinidos.
Corolario: Toda deuda proviene de una mala gestión económica. La deuda
española actual, y sigue aumentando, es de un billón de euros. Un
tercio está en manos extranjeras.