La ansiada búsqueda de la comodidad del ser humano permite que se encuentre con la horma de su zapato – Alfonso Campuzano
Los políticos partitocráticos de los últimos cuatro decenios –cuando hablaban o les hablaban de la Sanidad española– tenían a gala presumir de que administraban una red de infraestructura sanitaria de primer orden –olvidando con rabia contenida que fue levantada con las cotizaciones que los trabajadores aportaban a la Tesorería General de la Seguridad Social durante los cuatro decenios preconstitucionales–, aunque prefirieran, en caso de enfermar, los servicios de la red privada, quizá por las habitaciones individuales.
Una administración que se basaba fundamentalmente en el esfuerzo conjunto de los profesionales de la Sanidad –médicos, enfermeras, auxiliares, etcétera– sin que tuvieran el apoyo material suficiente para desarrollarlo en su amplia dimensión. La mano de obra siempre resultó barata para el Estado español, que nunca puso una peseta o, con posterioridad, un euro, salvo pagar las nóminas de los contratados, ya fueran propietarios por oposición o interinos o libre disposición.
Entonces, ¿de dónde salía el dinero para financiar la infraestructura sanitaria, es decir, ciudades sanitarias, residencias sanitarias, ambulatorios, consultorios, todos preconstitucionales, actualmente denominados hospitales, centros de especialidades, centros de salud? Nunca de los Presupuestos Generales del Estado, sino de la Tesorería General de la Seguridad Social –a donde iban a parar los dineros retraídos de las nóminas mensuales de trabajadores y pensionistas–, consiguiendo un patrimonio, que en realidad, y actualmente, no pertenece al Estado español, aunque haya sido transferido ilegalmente a las regiones autonómicas.
Sin embargo, fue a partir de 1982, con la inauguración del primero gobierno socialista de Felipe González, viendo el precioso tesoro acumulado Tesorería General de la de la Seguridad Social –Caja, Hucha–, tan fácil de manejar por economistas desaprensivos, se les hicieron los ojos chiribitas, de ahí a que lo utilizaran para lo que no estaba recaudado había un paso. Y así se hizo. Resultado: a la vista está. Desde hace un par de décadas la bancarrota acecha a las pensiones culpabilizando sin pudor a los propios pensionistas, que cotizan como si fueran trabajadores, es decir, doblemente.
En las cuatro últimas décadas constitucionales los gobiernos de uno y otro signo político se olvidaron del mantenimiento de la mano humana –sin ir más lejos cuando gobernó uno de los más ineptos presidentes que ha disfrutado España con sus recortes de 16 mil millones de euros–, hasta que llegó un bicho viral que puso al descubierto la gran mentira que esconde cualquier administración social-comunista progre. Sin embargo, estaba anunciada desde siempre por médicos concienciados con su labor social.
La pena es que la Sanidad no ha estado a la altura de las circunstancias de las enseñanzas facultativas, sino arrastrada por las consignas políticas. Medicina es una profesión que debe gustar, debe haber vocación –hoy día, tan devaluada–, además de tener cualidades psicofísicas, por lo que la exigencia es de estar a las duras y a las maduras. Y desgraciadamente no ha sido así.
El recogimiento debe ser religioso, pero no médico, y menos aún confinamiento. ¿Por qué? Porque los cinco sentidos del ejerciente profesional deben estar agudizados ante la presencia del consultante –nunca jamás con llamadas telefónicas, denominadas teletrabajo–, única y absoluta manera de resolver las dudas y no desvirtuar el diagnóstico hasta convertirlo en letal de necesidad.
ALFONSO CAMPUZANO
Sigue a @AIf0ns0