El sueño político ha durado cuarenta años para los optimistas constitucionalistas, mientras que trescientos años para los pesimistas independentistas, y continúa – Alfonso Campuzano
Desde hace tiempo, quizá más de una generación, existe una corriente, casi habitual, en que la ideología izquierdoide –tan anormalmente elástica, tan potencialmente osada ante profanos–, que domina el ambiente social a base de consentimientos y risas de interesados que sorprenden, porque supone, y así lo hace saber con sus imposiciones, sobre lo que es bueno o malo, como si todo lo demás –a ambos lados del arco–, fuera perjudicial, mientras pondera que lo suyo es beneficioso, sin que nadie se haya atrevido a señalarle que sus propósitos no son solventes, según lo muestra y demuestra la Historia Universal, sino que son frivolidades, tratando de chantajear el bien común y, sobre todo, tratando de traspasar cuantas líneas rojas de convivencia existan.
Además, desde siempre, el discurso izquierdoide –actualmente aburguesado–, cada vez que se acerca un micrófono, surge remarcando una regresión decimonónica como si fuera actual, intentando llevar la razón –por revancha habitual, por toxicidad endémica–, sin reconocer que, en muchas acciones –debido a su idiosincrasia–, su comportamiento social es muy ultra, se salta las leyes, deshonra a quien no piensa como él –cuando las leyes, ante cualquier peligro más o menos inminente, son una defensa social importantísima para la convivencia–, sobre todo cuando no está de acuerdo con las urnas, exigiendo que las masas ocupen la calle, sin pensar que es de todos.
El horizonte –cada vez más cercano–, ha descubierto que un antidemócrata, un antisistema –que vive del Sistema, que no ha sido ungido por las urnas, a las que tiene un miedo cerval, que no representa a nadie, más que a una parte de su partido político–, está urdiendo una sospechosa máxima traición, es decir, está vendiendo parcelas proindiviso del territorio español, tal y como antaño hizo el Gobierno Regeneracionista de Práxedes Mateo Sagasta –bajo la Regencia de María Cristina de Habsburgo-Lorena, que alumbró el desastre diplomático de 1898, dirigido por el liberal Juan Manual Sánchez y Gutiérrez de Castro, duque de Almodóvar– que se genuflexionó, ante los estadounidenses, por veinte millones de dólares, a cambio de las últimas colonias españolas: Cuba, Filipinas, Guam o Guaján, Puerto Rico.
Nada resulta extraño cuando la diplomacia española, en los últimos trescientos años, ha sido una asignatura gubernamental muy débil, de ahí que no haya sabido defender en tiempo y en forma ni recuperar lo perdido –Gibraltar, por ejemplo– ni siquiera mantener relaciones de afecto –tipo mancomunidad de naciones–, con los territorios coloniales de medio mundo.
Quien espere que el presunto máximo traidor de los últimos tiempos va a rectificar ante la lectura de la Constitución’78 está equivocado de medio a medio, porque lo que parece ser que busca –connivente con las exigencias de políticos independentistas, antidemocráticos, anticonstitucionalistas, proetarras, aparte de presunto plagiador, tramposo, varias veces mentiroso, sobre todo ante las Cortes españolas, quienes deberían aplicar el artículo 102, una suerte de impeachment estadounidense–, es una venganza personal contra los españoles y contra su partido, una vez que ha perdido su orientación política.
No obstante, siempre queda el optimismo de pensar que, cuando se convoquen urnas, el próximo Gobierno resultante podría derogar todos los decretos antidemocráticos.
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