Gracias a los medios de comunicación, en la
búsqueda de noticias más o menos sensacionalistas, los españoles han sabido, en
general, aunque tardíamente, que ciertos políticos de la llamada transición
democrática, tras haber colocado alfombras rojas de aforamiento, son personas
sin escrúpulos y sin valores morales, degradados en su propia responsabilidad,
declamando que hagan los demás lo que ellos no saben o no quieren hacer.
Algunos de ellos, profanos en casi todas las materias de cultura general, de
ahí la cantidad de asesores, creen que sus ideas son tan originales como que
están escribiendo una página de la Historia cuando, esta historia de nuestros
días, ya fue escrita por sus antecesores que, al haberlo olvidado por puro desconocimiento,
se repiten como el ajo o la cebolla.
La semana de un parlamentario, a diferencia de la población trabajadora,
comienza el martes y acaba el jueves, como mucho los viernes a mediodía,
durante escasos ocho meses al año. El stress, dada su labor legislativa, debe
dar mucho dolor de cabeza, debe ser agotador y demoledor con vistas a cuadrar sus propias cuentas, ahí tanto descanso, tanto sueñecito, tanto
bostezo, tanto desperece, tanto sudoku, tanta lectura de libros y
revistas de sexo, tantas llamadas a consultorios escatológicos, etcétera.
Hay una filosofía política, asumida por todos los representantes de los
contribuyentes, casi esquizoide, de no asumir nunca la propia responsabilidad, pase lo que pase, aunque
sea una apisonadora la que se lo exija, culpabilizando todo al pasado, sin atreverse, por ahora, tiempo llegará, a
culpabilizar al futuro. Esta distorsión de la realidad es posible que provenga
de sus años infantiles donde a la asignatura llamada Urbanidad no daban valor alguno
y, menos aún, a la moralidad. El resultado, como puede verse, es cotidiano.
Un Tribunal de Cuentas, que informa pasados varios años que, como disculpa,
con su malhacer, no hace más que abundar en el engaño institucional que largo tiempo perdura. Un consentimiento institucional hacia formaciones políticas que,
desde hace bastantes años, desde el arco que va de la izquierda a la derecha
sin olvidarse de los devastadores nacionalistas, asentados en quiebra económica
técnica, con patrimonio netamente negativo, disintiendo en dar a conocer las
cuentas de su actividad, con fatuidad, echando mano de los bancos para nutrirse
de créditos que, sólo pueden permitírselo ellos, mientras que difícilmente
puede obtenerlo cualquier empresa o particular pues, en último extremo,
pretenden que los sufridos contribuyentes terminen pagando las deudas, les
salven de sus chapuzas para, como siempre, no ser desahuciados ni siquiera
inhabilitados. Y, no pasa nada, además, sin que aflore una mínima frase de
agradecimiento. Es de malnacidos ser desagradecidos.
Se ha llegado a un término en que las autonomías, en lugar de ser
solidarias, vocablo que posiblemente no exista en el diccionario político, se
enfrentan unas a otras. La llamada, tan traída y llevada, desafección entre la
región catalana y el reino de España, dado el oscurantismo constitucional, es
una milonga inventada por aquellos personajes con ansia de protagonismo, que no serían absolutamente nada, que no aparecerían en ninguna foto,
que su nombre no saldría con letras de molde en los periódicos nacionales,
menos aún en otros, si no abanderaran esta
aberración que sólo se la creen ellos y los que les siguen, en su mayoría,
personas sin estilo definido, a no ser que quieran cobrarse el apoyo, caso dudoso, si triunfan.
Hasta la fecha, todo lo que ha trascendido a la opinión pública ha sido
porque ha salido de la propias instituciones que, tras el análisis, se concluye
que no han cumplido con la misión encomendada, por tanto deberían regenerarse o
deberían retirarse sus presupuestos, pues sólo sirven para caldear los ánimos
cuando ya no tiene ningún sentido actuar. De hecho, en política no se cumple la
máxima: manos que no dais, qué esperáis. Los españoles continúan esperando
siglos a que sus mandatarios dejen de disparar con pólvora ajena, que sepan
dialogar diplomáticamente favoreciendo los intereses netamente españoles, que desgraciadamente
no dominan.
El depredador aparato administrativo en el que ciertos dirigentes
acomplejados, bribones, impresentables, incapaces, incultos, reaccionarios,
tahúres, mantienen sus prebendas, gracias a que han conseguido invadir y
someter a las instituciones del Estado deberían ser inhabilitados, porque no
saben gestionar el dinero público. La ralea golfa de aforados españoles aún no
ha sido capaz de recortar sus privilegios, alcanzados con procedimientos reprobables, y sí ha dedicado sus mayores esfuerzos a cercenar derechos constitucionales al
resto de los contribuyentes.
Alfonso Campuzano
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