Cuando en julio de 1976 S.M., el actual rey emérito,
don Juan Carlos I, tomó las riendas, decidió que quería una democracia,
instauró una era que todavía está dando frutos dentro y fuera de España. Lo
cómodo para el resto de las instituciones hubiera sido continuar todo como
estaba, pero si se hubiera decidido por el inmovilismo sí que estaríamos
inmersos en una República de desastrosas consecuencias o, algo peor aún, en auténticos
reinos de Taifas, que es a lo que se está tendiendo paulatinamente, si no se
toma en cuenta la Historia. Aquella madura e inteligente decisión le valió tan largo
reinado.
Es posible, a fecha de hoy, no se pone en duda, que
exista algún sobreviviente o descendiente de personas que añore aquellas
dramáticas épocas de los años treinta. La experiencia de aquella institución,
nada provechosa, sólo sirvió para transmitir malos resultados. Por el contrario,
actualmente existe un porcentaje bastante elocuente que puede opinar objetivamente
sobre los largos treinta y nueve años que un monarca, con más virtudes que
defectos, ha reinado como jefe del Estado y varios gobiernos de diferente
signo político. Si el rey reina, pero no gobierna, cualquier fallo que ha podido haber no se puede achacar a la institución monárquica, ni mucho menos, sino al gobierno de
turno, según las reglas del juego político creadas por la misma política.
La experiencia monárquica durante estos casi ocho
lustros ha sido próspera, en su conjunto, por lo que sería más que justo dar
generosamente un voto de confianza, al haber tenido más aciertos que
desaciertos. Sobre todo gracias a los discursos institucionales que, en cada
momento, en la medida de lo posible, ha intentado corregir ciertos devaneos
políticos que la sociedad reclamaba, otra cosa es que estos lo hayan aceptado o
se hayan dado por enterados, por lo que los desaciertos políticos nada tienen
que ver con la Monarquía.
Aquellos ilusionados que creen que una República
española, desconocida totalmente para la población actual, va a ser más
democrática que una Monarquía parlamentaria, conocida su función desde hace dos
generaciones, está total y absolutamente equivocado. Un error de bulto es
pensar que una instituci ón
republicana va a resultar más barata que una institución monárquica, aunque a ambas, como a todas las instituciones hay que atarlas muy, pero que muy, corto. En cuanto
a la tan traída y llevada herencia hay que decir que todas las instituciones que se conocen utilizan herederos. Así, los partidos políticos, cuyo régimen interno no es ni
mucho menos democrático, utilizan como heredero lo que
diga su dedo salvador, mientras que las monarquías utilizan la sangre como
herencia.
De lo que puede presumir el reino de España, y
hacer publicidad actualmente, es de experiencia monárquica, que no es poco,
bien demostrada al haber conseguido traspasar el largo túnel del directorio
militar a una partitocracia parlamentaria, echándose de menos una auténtica
democracia, porque existen evidentes guiños hacia el involucionismo.
Entre tanto, si se trata de experimentar, experimentos
sólo en el laboratorio, y los justos, siempre en manos de profesionales científicos, sin
olvidar que todo nuevo gobierno es tan represor como ha podido ser el
precedente y el ulterior, aunque siempre con matices. El sistema actual
sólo se hundirá si se deja de actuar impunemente a ciertos estratos sociales
inmorales.
La institución monárquica en España, se puede decir claro y no más alto, no necesita alternativa, aunque sí una rehabilitación, sin
olvidar que los políticos aún no han reseteado sus ideas decimonónicas
trasnochadas para el siglo actual.
Alfonso Campuzano
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