La evolución de los partidos políticos desde su autarquía hacia la democracia, y siempre desde el punto de vista del bien común, es una utopía – Alfonso Campuzano
Las continuas imprecisiones de los políticos se parecen, cada vez más, a las previsiones climáticas de los meteorólogos, que sólo sirven para hacer la ola un ratito sin excederse en el tiempo, porque sus modelos se esfuman en cuanto aparece una borrasca, transformada en una ciclogénesis.
Si los impuestos, casi esquilmatorios, tanto directos como indirectos, no fueran tan elevados –superiores a lo habitual europeo, y por encima de las posibilidades de la mayor parte de los contribuyentes españoles con más de tres millones de desempleados y más cuatro millones en exclusión social–, no habría necesidad de despilfarrar tanto dinero en macrosubvenciones, porque subvencionar por subvencionar a diestro y siniestro, mediante ignorancia económica, gracias a su aumento cada año, no significa saber gestionar el dinero público encaminado hacia el bien común, sino abocar directamente hacia un malestar social definido como bancarrota, al aumentar la deuda pública al mismo ritmo que la corrupción partitocrática.
Las subvenciones desmadradas intentan redistribuir el dinero público –que ocupan, se dice bien, el 40% de la recaudación tributaria–, independientemente de la financiación de macroinversiones, habitualmente a fondo perdido; ayudando a la creación de empleo; distribuyendo entre Fundaciones, Centrales sindicales, Partidos políticos, Elecciones de todo tipo, etcétera, con propósitos perfectamente privados, como una forma moderna de comprar los votos de los electores, en lugar de pagarlo con cargo al bolsillo de los políticos demagogos.
Antaño se compraban los votos –a la luz del día, y en efectivo–, con el dinero salido del bolsillo de los políticos de marras. Hogaño –superada la vergüenza ajena–, se compran los votos mediante un sistema apesebrado de redistribución de rentas –macrosubvenciones y macroinversiones, muy mal repartidas, que recaen en personas y entidades que no se lo merecen–, de manera que en este paisaje vitriólico, a través de la Historia, se continúa viendo cómo a los partidos izquierdoides –cuya fijación psiquiátrica es que toda la sociedad lo sea–, con sus políticos más fanáticos, les encanta subvencionar con el dinero que no es suyo, utilizando a los votantes como escudos humanos.
Si la recaudación, casi esquilmatoria, se redujera también se restringirían las subvenciones, de manera que se conseguiría que no fueran a donde no deben ir. Todo el mundo conoce a personas subvencionadas, casi sin ningún criterio justificado, pero no hay posibilidad de reducirlas si no se limita la recaudación de impuestos –directos e indirectos–. Por tanto, menos subvenciones y más facilidades para invertir mediante créditos a interés cero.
Sin embargo, de la Ley del Péndulo –y más en Política–, por mucho que se rían o se froten las manos, nadie se salva. Los más de cuarenta años constitucionales han descubierto el gran engaño de todos los políticos: ningún partido, salvo mirar la faltriquera, con vistas a aumentar su patrimonio personal futuro, ha sido capaz de orientar, a unos y otros, hacia un pacto de Estado de todo lo importante que riega el bien común, que impida continuar amplificando escrupulosa y premeditadamente las discrepancias regionales.
Convendría recordar que para acceder a un puesto laboral, sea público o privado, se requiere un examen psicotécnico, el que sea, además de una entrevista personal; sin embargo, para ser político se exige una urna, más o menos sellada, además de un sistema informático operativo capaz de averiguar el resultado final, desconociendo sus habilidades gestoras. En los curricula de políticos de cualquier país, España no se salva, se encuentran personajes que se atreven a elaborar leyes, cuando tiempo atrás estaban fuera de la ley.
Una vez llegado el partido a nivel de neocasta, le sigue preocupando conseguir sobresueldos propios cuando lo que se merece es un garrotazo goyesco, porque qué sería de un político si no supiera mentir.
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