La obsesión, casi psiquiátrica, por la divulgación alarmista del cambio climático, hace pensar que existen intereses económicos muy oscuros – Alfonso Campuzano
Conviene recordar que el cambio climático nunca ha sido ni es algo nuevo, sino que su continuidad se manifiesta desde el pasado hacia el futuro, en el que ha habido contrastes de temperatura en diferentes territorios, tanto a distintas horas del día como de la noche, y en las diversas estaciones. Sin embargo, gracias a la tecnología, la percepción ha dado un salto tan cualitativo –casi exponencial–, que urge descubrir la realidad con más rapidez que cualquier vehículo, por muy supersónico que sea.
Durante el primer lustro del presente siglo no se hablaba más que del famoso gas ozono (O3), como principal causa –ya abandonado, por quién sabe qué particularidad–, sobre todo al darse cuenta de que, según la época del año, aumenta o disminuye, poniendo como límite inmediato a la presunta hecatombe climática que, afortunadamente no ha ocurrido, al lograr sobrevivir el planeta azul una docena de años a tal vaticinio destructor, lo que significa que toda profecía está servida para que sea transformada, de manera que, al no resultar ciertos tales augurios, han arremetido nuevamente con la ampliación del número de años para la venida del desastre futuro.
Ahora, según los gurús alarmistas del clima, se trata de otros gases –encabezados por el CO2, indispensable para que se desarrolle el reino vegetal–, que se les ha dado en calificar de invernadero, cuando lo que se dibuja en el horizonte es que hay múltiples causas –tanto endógenas como exógenas, tanto naturales como artificiales, productoras del deshielo–, poco o nada investigadas, que sólo con nombrarlas provoca tanta alarma que, cada una, requiere un grupo de trabajo serio para conseguir encontrar soluciones creíbles, proporcionalmente directas, que atajen el problema en bloque sin centrarse únicamente en un único impacto gasista, como se pretende, porque lo sencillo –y que proporciona más dinero al bolsillo–, es el verbo embaucar, ya que semejante oficio es tan antiguo como el ser humano, pues nada más tenemos que asomarnos a la ventana de la Historia.
Ciertos medios de comunicación viven del alarmismo social –sin él perecerían, es su modus vivendi, y hay que aceptarlo, pero separando la ficción de realidad–, siguiendo unas directrices extrañas, dictando números y más números, lo cual es importante, pero más aún tener sobre la mesa proyectos con los que atajar el teórico problema, no actual, sino venidero, cuando tenga que ser.
Se toman notas inexactas del llamado caldeamiento mundial, cuando tendría –como siempre ha sido–, que ser zonal o territorial, quizá debido a falsificaciones y enmascaramientos durante las investigaciones, adulteración de los registradores de temperatura –insuficientemente repartidos por la corteza terrestre–, han conducido posiblemente a unas inspecciones fraudulentas que han ocasionado una confusión colosal de la que nadie está totalmente recuperado.
El ser humano es propenso a elucubrar sobre el futuro, como si conociera lo desconocido, fundamentado en bases imaginadas, mientras se olvida que son dinámicas.
¿Es posible que las presiones que se ejercen sobre la publicidad alarmista del calentamiento global obedezcan a intereses confabulados en un plan para vender electricidad –un tipo de energía, que no se instaura ni se desintegra, se atenúa, se atesora, se modifica, se transmite–, en vez de combustible sólido?
Y, como colofón, para los que aún no les ha llegado la noticia, la obtención de electricidad también contamina, y mucho.
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