La máxima aspiración de la Política del siglo XX era secuestrar la Sanidad, conseguida en el siglo XXI, gracias a una pandemia oriental teledirigida, y con el fin de viciar, en tiempo real, la vida privada – Alfonso Campuzano
Antes de declararse la pandemia por coronavirus SARS-CoV-2 –no es la primera ni tampoco será la última, y todas procediendo de Oriente, sin investigar y sin explicar su por qué– las enfermedades transmisibles, como su nombre indica, contagiaban, pero no se le daba la debida importancia estadística que actualmente se está desarrollando a tiempo real con el contubernio de los medios de difusión social, en la que se utiliza la mascarilla como un método novedoso y casi confiscatorio para la A.E.A.T. –léase Agencia Estatal de Administración Tributaria– por su elevado precio, al menos en España, del que no se escapa nadie, y que, a la vez, atemoriza y manipula en manos desaprensivas controladoras de entes.
Hasta 2020, las vacunas se comerciaban en una sola pieza, es decir, la jeringa estaba programada individualmente con la carga de la dosis inyectable, además de la aguja incorporada, de manera que, si surgía una complicación o un efecto secundario desfavorable, como ocurre con toda medicación desde la noche de los tiempos farmacológicos, la responsabilidad correspondía al laboratorio investigador y comercializador, sin más.
La sorpresa es mayúscula cuando los canales informativos desvelan diariamente cómo se administran las vacunas contra el coronavirus SARS-CoV-2, ya que incumplen las normas de asepsia y antisepsia como son las de extraer la jeringa de su envoltorio, añadirle una aguja, con al que se carga la dosis de un envase pentavial, y no monodosis, pinchar el brazo sin desechar la aguja por otra estéril. Esta acción, en caso de haber algún efecto colateral desfavorable, por supuesto que lo habrá, exime de culpa al laboratorio, en tanto que la responsabilidad recae en el manipulador de la jeringa y aguja, que suman cientos de miles.
Sobre todo después de conocer que la UE –léase Unión Europea– firmara con los laboratorios investigadores y expendedores que, si surgían efectos colaterales desagradables, la responsabilidad criminal sería única y exclusivamente de los gobiernos de los países compradores, nunca de ellos. Y las indemnizaciones no serían a cargo de los políticos firmantes del acuerdo, sino de los contribuyentes, vamos, como siempre ha sido, y será, si alguna generación no lo remedia atando muy corto a los representantes responsables.
Una acción demasiado desafortunada, que habrá partido de algún cargo a la defensiva, debido a la premura política, que nunca sanitaria, donde los tiempos de investigación son los tiempos inexcusablemente, donde los resultados, si se saltan, no son los mismos, pues incluso son letales.
Un experimento sanitario a escala mundial, como el que se está llevando a cabo actualmente, exige mucha más ética que la mostrada –si es que, entre los políticos, alguien sabe qué significa este vocablo–, y demostrada por ciertos gobiernos. Así que, de ahí el refrán español: ‘No hay que pedir peras al olmo’.
El por qué de toda esta parafernalia sanitaria emitida en tiempo real, desde hace más de dos años, como si se tratara de la guerra en Việt Nam, habrá que preguntárselo no a un jurista, sino a varios.
ALFONSO CAMPUZANO
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